Durante mis estudios a nivel licenciatura solía ir a consultar con investigadores del Instituto de Matemáticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y recuerdo que me impresionaba el amplio espacio con el que contaban en sus oficinas y en una sala que tenían a disposición para ir a tomarse un café y conversar, sobre matemáticas o sobre lo que quisieran, mientras se sentaban en unos cómodos sillones. Como estudiante, entrar a esos lugares me provocaba al mismo tiempo sobrecogimiento y ganas de poder un día trabajar en un lugar como ése, haciendo lo que ellos, los investigadores, hacían.
Algunos años más tarde, cuando trabajaba en el Instituto de Investigaciones Eléctricas en Cuernavaca, Morelos, tenía asignado un cubículo individual, aunque más pequeño de lo que había visto en la UNAM, mientras algunos otros investigadores compartían cubículos del mismo tamaño con otro colega.
Al llegar a la Universidad de Guadalajara (UDG), al Sistema de Universidad Virtual (SUV), me recibió el espacio individual en el área común, donde tenía mi escritorio. Con el tiempo se fue ampliando para incluir más gavetas y, más adelante, un archivero y dos libreros.
Actualmente, tras la pandemia por COVID-19 y la reingeniería del SUV, me integro al cuerpo académico del Centro Universitario de Guadalajara de la misma UDG, todavía en (re)construcción, en donde tengo la promesa de que, cuando no trabaje en casa y vaya al campus, podré hacer uso de cualquier espacio disponible en una gran área común. Claro, sin ninguna garantía de que sea el mismo espacio, personalizado con mis cosas —qué va a pasar con el escritorio, las gavetas, el archivero y los libreros, todavía no sabemos.
Todo esto me produce sentimientos encontrados. Por un lado, claro está que si los investigadores del Instituto de Matemáticas de la UNAM querían uar su escritorio, atender estudiantes o conversar con sus colegas tenían que moverse al espacio físico del Instituto, donde quiera que vivieran en la ya entonces gran Ciudad de México. Actualmente, en cambio, podemos trabajar “cómodamente” en casa —según la configuración del espacio del hogar de cada quien, condicionada en buena medida por el salario— y desde ahí atender, conversar, colaborar, construir junto con estudiantes y colegas de nuestra universidad y de cualquier otra parte del mundo a través del uso de la tecnología digital. Nuestro espacio de trabajo e interacción con otros está acotado solamente por nuestra imaginación.
Por otro lado, el encogimiento e incluso desaparición de nuestro espacio individual como académicos, de nuestra huella física en nuestra universidad, no deja de hablarme de un decaimiento de la apreciación del académico por la institución —pública en este caso, lo que sugiere una depreciación del académico para el Estado y para la población en general. Me pregunto qué sentirá un estudiante cuando conversemos en los entornos virtuales, o cuando llegue a esa gran área común, me busque y me encuentre en ella sentado usando mi laptop.
¿Será simplemente un caso más de aplicación de la ley de la naturaleza expresada en la famosa ecuación de Albert Einstein, E = mc², en el sentido de que tenemos que pagar con nuestro espacio físico (materia) el crecimiento acelerado de nuestro espacio digital (energía)?

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