La diferencia fundamental entre la Web clásica y la Web 2.0 es la facilidad para publicar (textos, imágenes, videos, juegos, etcétera). Para publicar en la Web clásica se requerían conocimientos técnicos para instalar y mantener un servidor, elaborar páginas con el lenguaje nativo de la Web (HTML) y programar aplicaciones. En cambio, publicar en la Web 2.0 es ahora tan sencillo como editar un documento en un procesador de texto, dibujar un diagrama o utilizar un teléfono celular.
El cambio fue gradual y no se puede hablar de una fecha en la que la Web clásica se volvió Web 2.0, pero las consecuencias se observan hoy con claridad. Entre ellas resalta la habilitación de muchos consumidores de contenidos web como productores-consumidores, dando lugar a la creación del término prosumidor. Observamos así una enorme cantidad de autores independientes (no asociados con una compañía dedicada a ello) que publican desde notas breves hasta libros completos, fotografías, pinturas, música, videos caseros y cortometrajes.
La Web 2.0 abrió un espacio mucho más ágil y flexible para la publicación de contenidos, pero no se quedó ahí: ese mismo espacio puede ser utilizado para la publicación y ofrecimiento de servicios de índole diversa, por individuos o pequeños grupos de no especialistas. Como ejemplo cabe mencionar la página en Facebook Valor por Tamaulipas, dedicada a proporcionar información de prevención y seguimiento de situaciones de riesgo en dicho estado.
No obstante, tales bondades son también origen de conflictos. La Web 2.0 es solamente la punta de un iceberg creado por las tecnologías de información y comunicación digitales: el llamado ciberespacio, donde la información fluye y se reproduce con precisión a velocidades nunca vistas. Un espacio que funciona de manera diferente al espacio físico en el que evolucionamos y que reta muchos de los esquemas que hemos construido para organizar nuestras vidas.
Entre los primeros afectados figuran las industrias de la información, la comunicación y el entretenimiento. Numerosos periódicos y revistas han tenido que adoptar la Web y aceptar, incluso promover, que sus notas sean compartidas en redes como Facebook. Otro ejemplo, presentado por Rodrigo González Reyes en el pasado Encuentro Nacional de Gestión Cultural, es el de redes sociales de jóvenes, en su mayoría mujeres, que comparten el gusto por la novela romántica juvenil y que, a falta de interés de las editoriales por traducir la amplia literatura en lengua inglesa en ese rubro y lo lento de sus procesos, la han tomado en sus manos con desempeño cuasiprofesional, para poder leer y compartir los libros que les gustan en su lengua materna. El ciberespacio se ha convertido en un gigantesco repositorio de contenido cultural (libros, canciones, películas) que se comparte gratuitamente o a muy bajo costo —de manera “ilegal”, según los esquemas arriba mencionados.
La proliferación de prosumidores —autores independientes que producen contenidos u ofertan servicios sin estar asociados a una empresa dedicada a ello— está asociada directamente con las facilidades que ofrece la Web 2.0 para que individuos con pocos conocimientos técnicos puedan publicar información y difundirla en diversos ámbitos, desde el local hasta el global, a costos extremadamente bajos. Resulta natural entonces que la gran mayoría de los productos y servicios ofrecidos por prosumidores sean digitales: contenidos, información, herramientas y entornos digitales. Por ejemplo, un adolescente puede convertir una computadora en casa de buena capacidad en un servidor del juego de Minecraft y ponerlo a disposición de otros jugadores.
La abundancia de contenidos digitales generados por prosumidores, no controlados por las grandes compañías mediáticas, abre grandes oportunidades para empresas interesadas en integrarlos, organizarlos, facilitar su búsqueda y localización, y distribuirlos. Entre este tipo de empresas se encuentran SoundCloud, que se precia de ser “una plataforma de sonido social en la que cualquiera puede crear sonidos y compartirlos en todas partes”; YouTube, para publicar y compartir videos; WordPress, para compartir textos cortos, y Booktype, para producir y compartir libros completos.
No obstante, el fenómeno excede ya las fronteras del ciberespacio y se extiende a prosumidores que hacen uso de la Web 2.0 para ofrecer servicios no digitales. Un ejemplo notable en este sentido, y de relevancia particular en el ámbito de la Zona Metropolitana de Guadalajara, es la empresa de transporte Uber, la cual habilita a cualquier persona con un auto en buenas condiciones a “convertirlo en una máquina de dinero” mediante la provisión del servicio de taxi sobre demanda en sus ratos libres, ofreciendo mejores condiciones de servicio a mejores precios.
Recientemente tuve oportunidad de asistir a una gran conferencia en Glasgow, Escocia. Me registré tarde y no encontré alojamiento en ninguno de los hoteles ni casas de huéspedes en la zona. Me comentaron entonces que buscara en Airbnb, una empresa que permite ofrecer en renta por Internet una habitación libre, un departamento desocupado por vacaciones, o algún otro inmueble en condiciones de ser ofrecido como alojamiento a terceros. Así lo hice y acabé alojado en una habitación de un departamento, a cinco minutos andando de la sede de la conferencia: la mejor ubicación y a menor precio.
Actualmente menos de la mitad de los habitantes de nuestro país hacen uso frecuente de Internet; pero su número sigue creciendo y con el paso del tiempo observaremos más y más prosumidores mexicanos ofreciendo productos y servicios, digitales y no digitales, a cualquiera que los necesite y cuente con un dispositivo conectado a la Internet. Una revolución de prosumidores trastocando los esquemas tradicionales de provisión y consumo.
Este texto fue publicado previamente en Diario NTR en dos partes, una el 27 de noviembre de 2015 y la otra el 9 de diciembre del mismo año.